sábado, 15 de marzo de 2014

DE MARES Y PESCATEROS




Los tesoros del mar, y de los libros
Si de niño vives en una gran ciudad costera, si eres un niño inquieto que sueña con exploraciones a lugares remotos lupa en mano y el descubrimiento de animales fantásticos, y si aunque eres un niño ves que la ciudad y los arrabales se pierden mucho más allá del horizonte, solo te queda un lugar de escape, el mar, el fondo del mar.
Antes, durante la era de la televisión en blanco y negro, que es cuando yo fui niño, los documentales eran escasos, en especial los de temas submarinos por las dificultades técnicas de la época; libros también había pocos sobre el tema, pues la divulgación sobre la naturaleza no era una prioridad, además eran caros y con demasiada letra y pocas imágenes. De niño creía que lo ideal debía ser buzo u hombre rana, como se decía entonces por el traje brillante de “goma” y las aletas, pero era una cosa de mayores, por lo que a mi como niño, solo me quedaban dos posibilidades de exploración del fondo de los mares, ir a la playa a buscar entre los materiales que depositaban las olas y la pescadería, o mejor aún que a esta última la lonja del pescado. Recuerdo las pocas veces que pude ir, la sombra fresca de la lonja y el olor a puerto mezcla de mar, pescado, sudor y gasoil; ahí se encontraba lo que luego no llegaba a las pescaderías, al menos las de mi barrio: tiburoncillos de ojos verde azufre, pescadillas con el vientre hinchado - imagino por la descompresión -, cajas con rapes enormes que se salían de ellas y, lo mejor, las cajas de la morralla donde había peces de todo tipo y otros animales como estrellas, caballitos o grandes caracolas babeantes.
 Por la dificultad de ir a la lonja, ya que los barcos llegaban en horario escolar y tampoco estaba cerca de casa, lo mejor era la playa y, en especial si había habido “mar de fondo”, el botín podía ser fabuloso. Además de las conchas habituales de almejas y otros bivalvos, aparecían: caracolas, estrellas de mar, carcasas de erizos o algunos seres fantásticos que no sabía muy bien donde situarlos como celentéreos, esponjas y cosas así. Uno de estos días de gran botín fue en invierno, afortunadamente mis padres me llevaba a la playa también algunos domingos fuera del verano, a pasear, a pasar la mañana; bueno, pues ese día había tal cantidad de tesoros que, a base de meter las manos en los charcos de la orilla para rebuscar entre los despojos de la arribazón, las manos poco a poco se me fueron no solo enfriando, sino entumeciendo hasta el punto que no podía mover los dedos, y por lo tanto no podía ni buscar ni coger nada más. La siguiente fase fue convencer a mi madre, la “custodia” de la limpieza y del orden del hogar, muy importante si el piso es pequeño, sobre la importancia de mis capturas y la promesa de “disecarlas” rápidamente. El termino disecar se refería exactamente a meterlas en los frascos de vidrio que había ido acumulando con paciencia en mis enfermedades, pues para mi el verdadero valor de estar malo no era el no ir al cole, sino a la vuelta del ambulatorio tras pasar por la farmacia, ver los frascos de los medicamentos (pues no iban en blister) y evaluar sus posibilidades como contenedores de bichos. Elegido el recipiente, solo faltaba meter el cadáver del sujeto y llenarlo con alcohol, y alguna vez a falta de alcohol con agua de colonia, que si también escocía en la heridas también debía servir para disecar.
El otro lugar de exploración de los seres de las profundidades marinas era la pescadería del mercadito del barrio. El pescatero siempre reservaba aquello que aparecía con el pescado y que no era vendible, cosas como estrellas o caballitos de mar, yo de normal no podía acompañar a mi madre en una actividad tan emocionante, pues debía ir al cole, por lo que debía ser muy pequeño cuando me regalo esa estrella de mar, pero se me quedo grabado de tal forma que siempre que voy a una pescadería, me fijo más en lo que ha aparecido por casualidad que en las merluzas y sardinas.

Si de mayor vives en una pequeña ciudad lejos del mar, la pescadería, a falta de la playa y los temporales de invierno es de la mayor importancia. Pero para que una pescadería sea un buen lugar de observación del fondo marino, depende sobre todo de la curiosidad del pescatero; después de los madrugones para ir a por el pescado, ser capaz de guardar las caracolillas que aparecen con las almejas, de traer un tiburoncillo entero para que la gente lo vea, y aún más importante, invitar a tocarlo para comprobar su piel áspera en una dirección y, suave y resbaladiza en dirección contraria, de guardar un pez ratón con su boca inferior adornada por un barbillón como los bacalaos y su largo y estrecho cuerpo acintado que apareció mezclado entre las pescadillas, o de aparecer con la espectacular cabeza del pez espada solo para que la gente vea como es, hace que en ese momento algunos nos sintamos afortunados de, lejos del mar, y poder seguir con nuestros sueños de niños gracias al pescatero.

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