Los tesoros del mar, y de los libros |
Si de
niño vives en una gran ciudad costera, si eres un niño inquieto que sueña con
exploraciones a lugares remotos lupa en mano y el descubrimiento de animales
fantásticos, y si aunque eres un niño ves que la ciudad y los arrabales se
pierden mucho más allá del horizonte, solo te queda un lugar de escape, el mar,
el fondo del mar.
Antes,
durante la era de la televisión en blanco y negro, que es cuando yo fui niño,
los documentales eran escasos, en especial los de temas submarinos por las dificultades
técnicas de la época; libros también había pocos sobre el tema, pues la
divulgación sobre la naturaleza no era una prioridad, además eran caros y con
demasiada letra y pocas imágenes. De niño creía que lo ideal debía ser buzo u
hombre rana, como se decía entonces por el traje brillante de “goma” y las
aletas, pero era una cosa de mayores, por lo que a mi como niño, solo me
quedaban dos posibilidades de exploración del fondo de los mares, ir a la playa
a buscar entre los materiales que depositaban las olas y la pescadería, o mejor
aún que a esta última la lonja del pescado. Recuerdo las pocas veces que pude
ir, la sombra fresca de la lonja y el olor a puerto mezcla de mar, pescado,
sudor y gasoil; ahí se encontraba lo que luego no llegaba a las pescaderías, al
menos las de mi barrio: tiburoncillos de ojos verde azufre, pescadillas con el
vientre hinchado - imagino por la descompresión -, cajas con rapes enormes que
se salían de ellas y, lo mejor, las cajas de la morralla donde había peces de todo
tipo y otros animales como estrellas, caballitos o grandes caracolas babeantes.
Por la dificultad de ir a la lonja, ya que los
barcos llegaban en horario escolar y tampoco estaba cerca de casa, lo mejor era
la playa y, en especial si había habido “mar de fondo”, el botín podía ser
fabuloso. Además de las conchas habituales de almejas y otros bivalvos,
aparecían: caracolas, estrellas de mar, carcasas de erizos o algunos seres
fantásticos que no sabía muy bien donde situarlos como celentéreos, esponjas y
cosas así. Uno de estos días de gran botín fue en invierno, afortunadamente mis
padres me llevaba a la playa también algunos domingos fuera del verano, a
pasear, a pasar la mañana; bueno, pues ese día había tal cantidad de tesoros
que, a base de meter las manos en los charcos de la orilla para rebuscar entre
los despojos de la arribazón, las manos poco a poco se me fueron no solo
enfriando, sino entumeciendo hasta el punto que no podía mover los dedos, y por
lo tanto no podía ni buscar ni coger nada más. La siguiente fase fue convencer
a mi madre, la “custodia” de la limpieza y del orden del hogar, muy importante
si el piso es pequeño, sobre la importancia de mis capturas y la promesa de “disecarlas”
rápidamente. El termino disecar se refería exactamente a meterlas en los
frascos de vidrio que había ido acumulando con paciencia en mis enfermedades,
pues para mi el verdadero valor de estar malo no era el no ir al cole, sino a
la vuelta del ambulatorio tras pasar por la farmacia, ver los frascos de los
medicamentos (pues no iban en blister)
y evaluar sus posibilidades como contenedores de bichos. Elegido el recipiente,
solo faltaba meter el cadáver del sujeto y llenarlo con alcohol, y alguna vez a
falta de alcohol con agua de colonia, que si también escocía en la heridas
también debía servir para disecar.
El otro
lugar de exploración de los seres de las profundidades marinas era la
pescadería del mercadito del barrio. El pescatero
siempre reservaba aquello que aparecía con el pescado y que no era vendible,
cosas como estrellas o caballitos de mar, yo de normal no podía acompañar a mi
madre en una actividad tan emocionante, pues debía ir al cole, por lo que debía
ser muy pequeño cuando me regalo esa estrella de mar, pero se me quedo grabado
de tal forma que siempre que voy a una pescadería, me fijo más en lo que ha
aparecido por casualidad que en las merluzas y sardinas.
Si de
mayor vives en una pequeña ciudad lejos del mar, la pescadería, a falta de la
playa y los temporales de invierno es de la mayor importancia. Pero para que
una pescadería sea un buen lugar de observación del fondo marino, depende sobre
todo de la curiosidad del pescatero;
después de los madrugones para ir a por el pescado, ser capaz de guardar las
caracolillas que aparecen con las almejas, de traer un tiburoncillo entero para
que la gente lo vea, y aún más importante, invitar a tocarlo para comprobar su
piel áspera en una dirección y, suave y resbaladiza en dirección contraria, de
guardar un pez ratón con su boca inferior adornada por un barbillón como los
bacalaos y su largo y estrecho cuerpo acintado que apareció mezclado entre las
pescadillas, o de aparecer con la espectacular cabeza del pez espada solo para
que la gente vea como es, hace que en ese momento algunos nos sintamos
afortunados de, lejos del mar, y poder seguir con nuestros sueños de niños
gracias al pescatero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario