El
ambiente no era tranquilizador, las nubes pasaban rápidamente por encima de la
cabecera del valle donde me encontraba, su color gris, prieto y lúgubre daba un
tanto de dramatismo que acentuaba el ya habitual del lugar, un circo glaciar de
paredes muy empinadas rematado por crestas de rocas metamórficas oscuras, casi
negras, con los estratos que las formaban plegados hasta el retorcimiento y
fracturas que las rompían creando imponentes
canchales en su base. Las paredes delimitaban una pequeña explanada de origen
glaciar con su ibón (lago), cuyas aguas eran retenidas por una antigua morrena, y, a pesar de ser agosto,
algunos parches de nieve cubrían aún el suelo; de trecho en trecho aparecían
resaltes de cuarcita, el color claro de estos y las formas redondeadas por el
pulido del hielo era la única nota amable del entorno.
La
ausencia de árboles y hasta de arbustos dejaba a la vegetación reducida a un
pasto corto y discontinuo en el mejor de los casos, pues en la mayor parte de
la explanada el verde de las plantas no llegaba a cubrir el suelo, dejando a la
vista las piedras de la morrena y el polvo (harina de glaciar) resultante de su
desgaste. Después de todo éste es un territorio nuevo que apareció cuando se derritió
el glaciar, por lo que está aún sin acabar e incompleto, y con el clima de la
zona tardara aún tiempo, de hecho gran parte de los suelos de alta montaña son
reliquias de épocas más cálidas pues a esta altitud (2450 metros) el periodo de
vegetativo de las plantas es de solo unos 72 días al año, de mitad de junio a
finales de septiembre, en esas condiciones poco se puede avanzar.
El
lugar me recuerda un párrafo de Sueños
Árticos del escritor Barry López donde se describe en la tundra junto a la
orilla del mar Ártico. Va vestido con el traje de protección de tempestades, pues
se aproxima una, y mientras recoge el delicado esqueleto de una avecilla se
pregunta cuanto tiempo llevará ahí, pues el reciclado de la materia orgánica con
el frío es muy lento. No puedo el evitar comparar: yo estoy en el Pirineo, el
cielo no deja de mandarme mensajes sobre la lluvia que va a caer y voy vestido
con ropa de montaña de oferta, y encuentro un trozo medio desgastado por el
tiempo del cuerno de una oveja, a pesar de la distancia mi mundo no desmerece
del descrito por Barry López, sino todo lo contrario, el mío sí es real pues yo
estoy en él, por lo que me siento afortunado de que exista, y de que yo este
aquí en este preciso momento, contemplando el ambiente previo a la tormenta.
Entiendo
la repulsión que suponían estos lugares para algunos viajeros que tenían que
cruzar por estos territorios, unido al esfuerzo de la ascensión y a la precariedad
de los caminos, el cielo amenazador movido por un viento helado, la falta de
refugio y de ayuda en caso de necesidad. Para los lugareños era diferente, un:
“es lo que hay” define su actitud ante estos territorios, se iba a ellos por
necesidad, para obtener un beneficio y solo cuando el tiempo y la nieve lo
permitía, para ellos era un lugar donde realizar un trabajo para vivir y no una
anécdota que contar o una inspiración para la literatura o la pintura. La
actitud de los viajeros ante estos territorios cambió, de la repulsión se pasó
a la admiración, de paisajes hostiles pasaron a ser después paisajes soñados, deseados,
sublimes; la atracción por el abismo, por la naturaleza que es superior al
hombre, que te puede destruir,… (awe) el temor reverencial de los
románticos. Actualmente estos viajes casi se han convertido en un rito
iniciático, una demostración de pertenencia al grupo, si no has subido a tal
pico, entonces ¿para que has ido a esa montaña?
Me
cruzo con un grupo que baja del collado, bromeamos a pesar del fuerte viento,
no les extraña tanto que vaya solo como que no tenga la intención de subir a
ningún pico, ni siquiera al collado, a veces es difícil explicar que he llegado
hasta aquí solo a ver de donde surgían unas rocas que recogí hace años.
Yo
estuve aquí hace cerca de treinta años con la que era mi novia, dormimos en la
tienda de campaña junto al embalse, y después de una noche de amor apareció un día
de sol y calor, y mi recuerdo es alegre, y aún guardo las dos rocas que me baje
de aquí, siempre las he considerado esculturas de autor desconocido o tal vez
sería mejor decir varios autores, y fue el inicio de mi interés por la
geología. Hoy estoy solo y con los nubarrones del cielo el tiempo es
inquietante, pero me siento feliz pues en estos lugares y en estas condiciones
noto la intensidad de la vida como en ningún otro lugar; a pesar de que la
única nota tranquilizadora es un grupo de ovejas que rumian tumbadas con total
placidez ajenas al cielo. Paso cerca de ellas y casi no se inquietan, se
levantan con pereza pero se vuelven a echar en cuanto ven que mi interés es
otro.
Voy
de canchal en canchal, los escarpes de donde salen las rocas que busco quedan
altos y esta manera es más cómoda de acceder a sus secretos, cuando las
encuentro me siento como un niño en una tienda de golosinas acompañado por su
padrino el día de su cumpleaños, o como un adulto con un cheque regalo en unos
grandes almacenes (a pesar de todo, mis emociones no creo que sean diferentes
del resto de humanos) miro, selecciono, voy acumulando en montones, después las
voy seleccionando para eliminar peso, fotografío lo que no me puedo llevar y
recojo más, así varios ciclos, sumido en un concentración-excitación difícil de
explicar, al menos para los montañeros que me ven moverme inquieto entre
pedruscos mientras ellos toman la parte final de la ascensión hacia el collado.
Al final entra la razón, bueno eso y el bajón de la emoción, el reducido
espacio de la mochila y el largo camino de bajada reduce mis trofeos a una
roca, pero ¡qué roca! Fantástica, pero no tanto como el recuerdo de las dos
primeras que cogí hace treinta años.
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